"Babylon - Sin tretas no hay paraíso"

Mezcla de ciudad-estado esclavista medieval con distopía futurista de diamantes, Dubai se impone al desierto de Medio Oriente como un tótem bicéfalo: acá los petrodólares, allá los obreros empetrolados.


Cuatro millones de inmigrantes precarizados, cantidad de desertores y de khalliballis (los Nadies de ese emirato) son el lado B de la Miami de Medio Oriente, que se yergue sobre la espalda de obreros esclavizados como un condominio de riquezas trasnacionales con un jeque todopoderoso, conserjes vestidos de Gucci y playas artificiales de arena blanca y cruceros ABC1.

El edificio más alto. El ascensor más rápido. La pista artificial de nieve más extensa. El puerto hecho con mano humana más amplio. El centro comercial más grande. El anillo de oro más pesado. En todas las fotos y postales dedicadas al mundo, Dubai parece tener una obsesión fálica por demostrar la virilidad de pertenencias que, en realidad, son prestadas. Es que el pequeño emirato de Medio Oriente no posee fortunas. Directamente, maneja las ajenas. En un rincón de la vieja Arabia, crece y crece la nueva Babel, una torre de arena levantada en el desierto por el impulso de sus financistas y del marketing turístico ABC1. La ampulosidad local es obscena y los visitantes celebran con admiración ese inframundo 7 Estrellas donde los autos no hacen ruido, la nafta es más barata que el agua y los shoppings huelen a sándalo. Subiendo y subiendo, todos buscan trepar un poco más alto. Quieren acercarse cada vez más al cielo, verle la cara a Dios. Y desterrarlo: Dubai propone un paraíso propio, donde lo enorme del Universo cabe en una cartera con incrustaciones de diamantes.


Jamás había sucedido nada demasiado excitante en ese paraje desértico al cuello del Golfo Pérsico donde convivían la familia del Jeque, unos cuantos pescadores y aventureros recolectores de perlas. Pero el nuevo siglo le guardó un lugar de protagonismo impensado. No es rico en petróleo, como Arabia Saudita, ni en gas, como Qatar, sus dos vecinos más célebres. Pero a su falta, ofreció exenciones impositivas y confidencialidad bancaria para atraer a inversores, banqueros, empresarios, advenedizos y millonarios de improbable catadura. Primero sedujo a las fortunas del barrio, más adelante a las del mundo entero. Permitió movimientos descomunales de dinero sin preguntar demasiado y orientó los dólares ajenos a bancos, inmuebles y fondos de inversión propios. Rápidamente, se convirtió en un lugar próspero para hacer negocios. El boom de la construcción fue tal que, en una época, una de cada cuatro grúas del mundo estaban moviendo materiales en ese pequeño estado, uno de los siete que componen los Emiratos Arabes Unidos.

Se estima que cinco millones de extranjeros visitan Dubai cada año para hacer negocios, turismo o gastar dinero en sus shoppings. A pesar de que se exige un visado especial para quienes no son ni de Norteamérica ni de la Comunidad Europea, algunas alternativas fomentan las visitas. Una de ellas es la opción de Emirates Airlines, la compañía de bandera que une Oriente con Occidente y ofrece a Dubai como escala intermedia. El aéreo es uno de los pocos medios de transporte donde el nervio humano resulta indispensable. El subte, por ejemplo, es conducido de manera automática. Afortunadamente, los taxis siguen teniendo manos de carne y hueso al volante. Lo que cambia es el color: los de carrocería rosa con exclusivos para mujeres.


Pero las diferencias se diluyen al entrar al hotel. Allí, sin importar sexo, credo ni religión, se retiene el pasaporte de los pasajeros hasta que se retiren del lugar. ¿El motivo? “Cuestiones de seguridad”, responde el conserje, mientras de fondo cuatro muchachos vestidos en Gucci e incendiados con Dalmore la van de reos en la recepción. En Dubai, los hoteles tienen boliches a metros de las habitaciones: el arenero donde los magnates del mundo dejan a sus hijos mientras se entretienen haciendo compras.

La Miami del Medio Oriente se traza con anchas avenidas, transitadas armónicamente por vehículos de alta gama. Entre las calles caminadas por trajeados con turbante y veladas con perfumes europeos abundan distintas especies de árboles, muy cerquita de donde se extienden las playas con arena fina y agua transparente. Pero nada es real: todo Dubai se emplaza sobre una topografía tan artificial como el imaginario que pretende imponer. Los nativos gozan de beneficios inestimables para conseguir vivienda y empleo y ostentan el 90 por ciento de la riqueza local, datos celebrables si no se tratara de apenas un cuarto de la población total.

La grieta del relato se abre a partir del 75 por ciento restante que se queda afuera de este estado de bienestar (sorprendentemente minúsculo en uno que se precia de magnánimo y expansible). Son los inmigrantes, en su mayoría sub25, que llegaron de países como la India, Paquistán, Vietnam, Laos, Filipinas o Somalía para hombrear bolsas de cal, conducir taxis, instalar caños, limpiar mierda, lavar platos, barrer las sobras o tirar la basura. Una gran masa que no sale en las fotos de fiestas que recorre el mundo. Aparecen al final, cuando la música ya está apagada, para recoger los corchos entre los rincones sucios.


La mayoría de los inmigrantes (tres de los cuatro millones que habitan Dubai) consigue la oportunidad laboral al través de un sistema denominado “Kafala”, que consiste en la mediación de una denominada “agencia de empleo” que se encarga de proveerle a empresas de Dubai una surtida mano de obra al menor costo posible, haciendo scouting en los mismos países donde las grandes marcas del mundo manufacturan sus productos. Es decir, en donde se acostumbran las peores remuneraciones y condiciones laborales. Los contratados viajan en avión, probablemente el último gesto de delicadeza del trato: no bien llegan a Dubai deben trabajar un tiempo tan sólo para pagarse el traslado, la comida y el alojamiento, todos ellos ofrecidos por la agencia. El engañoso considerando pone en manos del empleador la decisión de cuánto dinero debe descontar al empleado en concepto de una deuda jamás contraída. El contrato dura dos años y sólo puede ser revocado por la empresa, quien además retiene los pasaportes. Renunciar no es una opción contemplada. Al desertor sólo le queda el riesgo de abandonar el país clandestinamente o ser parte de los khalliballis, parias sin status, dinero ni documentación, que no pueden estar ni tampoco irse; apenas sobrevivir hasta que la vida acabe de una vez.

Estos jóvenes que llegan del sudeste asiático y del norte de Africa en busca de la tierra prometida no viven en los lujos del megacomplejo The Palm, privilegio para los extranjeros renombrados que generosamente les convidó Mohammed bin Rashid, el Jeque todopoderoso que gobierna desde sus palacios y también desde los innumerables posters que se multiplican por los comercios de Dubai. La mayoría se arrumba en Sonapur, un barrio en la periferia oriental de la ciudad que concentra el diez por ciento de las camas de todo el emirato. Toma su nombre de la India, procedencia dominante entre los 300 mil habitantes del complejo habitacional. Significa “Ciudad de Oro”, burla orillera de quien vive arrinconado entre un enorme basural a cielo abierto y un cementerio. Cuartos abarrotados de camas marineras se suceden entre pasillos y monoblocks, aunque como las plazas no dan abasto muchos improvisan colchonetas en el piso, las cocinas o hasta los baños, que son comunitarios y no tienen inodoros, sólo letrinas.


El hacinamiento cada vez más crónico encontró en la crisis mundial de 2009 una ínfima válvula de escape. Muchos lograron reubicarse entre los huecos de aquellos edificios inconclusos por el embate económico y hasta hallaron lugar en sitios céntricos, como el barrio Satwa. Aunque eso ni significó necesariamente una mejora habitacional: poco a poco, los nuevos elefantes blancos se llenaron de gente y, sobre todo, de pequeñas mafias que subarriendan habitaciones sin terminar a multitudes de desesperados.

Aun en estas condiciones, dormir es lo mejor que le puede pasar a esta gente. Lo peor sucede al despertar y comenzar la rutina laboral para la cual fueron contratados. Sahil Monirar tiene 25 años y hace lo que la mayoría de los inmigrantes: le pone el cuero a las distintas obras que sostienen un sistema financiero que ven pasar de costado. Cobra 180 dólares por mes, cinco veces menos de lo que le habían prometido en Bangladesh, país del que provino. Pase lo que pase, trabaja hasta 14 horas por día. Incluso si el sol pica a 55 grados, temperatura en la que el cuerpo se asa al punto de bloquear la orina. Pero lo que no sale por un lado, sale por otro: “Expulso todo a través de la transpiración y el olor es más insoportable que el calor”, cuenta. Quiere irse y no lo dejan. Lo mismo le sucede a Vijay Singh, de 24, que no vio un peso en sus primeros seis meses de trabajo y, desesperado, busca hacerse de un pasaporte para volverse cuanto antes a su India natal. Son apenas dos ejemplos entre miles. De millones. Tantos como tres de los cuatro que habitan suelo dubaití.


La ONG Human Rights Watch ya había publicado en 2006 un informe en el que revelaba estos excesos. Tiempo después, Migrante Internacional, otra organización, denunció los abusos perpetrados al otro elemento migratorio invisible: la mujer. Son apenas un 25 por ciento respecto de los hombres y vienen para realizar tareas domésticas, aunque este trabajo tampoco está legislado y entonces queda a la deriva de lo que el empleador dictamine. Por su parte, la Confederación Sindical Internacional (la central gremial más importante del mundo) señaló otro empleo informal, el portuario, donde los inmigrantes también reciben estafas y migajas. Pero la info es escasa: los informes estadísticos y las investigaciones académicas están expresamente prohibidas, salvo expreso permiso del jeque.


A Dubai aún no llegaron la ONU ni los organismos murales del Universo. No hay sindicatos porque la actividad gremial está expresamente vedada. El año pasado, tres mil trabajadores extranjeros se declararon el huelga. Paralizaron importantes obras en el aeropuerto y la empresa reaccionó iniciando numerosos sumarios y deportando a 70 empleados. Sin levantar un palo, el temor fue garrote y la protesta se diluyó rápidamente. Por suerte para el emirato, el castigo privado evitó la intervención pública (y su consecuente relevamiento estadístico), permitiendo mantener un insólito índice cero de delitos. Haciendo gala de índices de criminalidad escandinavos, Dubai se da el lujo de aplicar políticas de mano dura para pequeñeces tales como comer y beber en el metro o fotografiar a nativos musulmanes ortodoxos, hábitos conservables para el buen vivir de una sociedad que se asume de avanzada. Y, por supuesto, para la lucha contra las drogas, gran flagelo de una sociedad pertubada por inmigrantes fumadores de hachís. O, aún peor, por la inhalación de gas butano, práctica peligrosamente frecuentada por los hijos aburridos de los padres acaudalados. Pequeñas fortunas dilapidadas en latitas de líquido para encendedor que viajan sin escala a la corteza cerebral. Los usuarios dicen que provoca risas disparatadas, aunque el año pasado seis se pasaron de graciosos y terminaron al otro lado del portal. En la Torre de Babel, cada quien busca llegar al Cielo como puede.


Por: Juan Ignacio Provéndola
Desde Dubai, Emiratos Arabes Unidos
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Arreglos: AC